Sin una palabra de más, aunque no por ello con imágenes de menos, Fitzgerald consigue crear a unos personajes y su ambiente que atraparían hasta al lector más abstraído en una vorágine que te lleva a recorrer la segunda mitad de la novela a un ritmo trepidante, casi acelerado, mientras crece en tu interior la curiosidad y cierta inquietud que no te abandona ni con la conclusión de la historia. La siempre mítica Nueva York y su sociedad de los años 20 quedan dibujados en los trazos finos pero concisos que define el poder del dinero y el de los apellidos que lo poseen. Círculos cerrados difícilmente penetrables ni con el honor que parece definir a la voz del narrador ni con el áurea de plenitud misteriosa que cerca a Gastby, al gran Gastby.
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